Juan Cruz: "Gracias a la radio confieso que he vivido"

Texto de la conferencia magistral del escritor y periodista en el III Foro de Radios FORTA de Lanzarote, 2024 

"La radio de mi vida" 

  • El escritor y periodista tinerfeño (Puerto de la Cruz, 1948) fue el encargado de abrir con esta conferencia, en el inspirador marco de los Jameos del Agua, creados con tierra y rocas volcánicas por César Manrique, el escultor fetiche de la isla de Lanzarote, el evento anual que reunía a las radios autonómicas que pertenecen a FORTA. Fue el pasado 25 de abril
  • Mis lectores pueden disfrutarlo, gracias a la generosidad del propio Juan Cruz, que no dudó un segundo en compartirlo públicamente a través de esta humilde web, tal es su amor incondicional por la radio, como se desprende fácilmente de la lectura de sus pensamientos y reflexiones expuestas a continuación

Un poeta del sonido y del mar, Rafael Alberti, dejó dicho que él había nacido con el cine, igual que Greta Garbo o casi igual que Charles Chaplin, que nació cuando el cine no hablaba. Modestamente, yo nací con la radio. La radio es mi vida. Gracias a la radio estoy vivo, o gracias a la radio confieso que he vivido. Y tardó en llegar, como tardan en llegar, a las casas pobres, el bienestar, el dinero o la alegría. Mi casa estaba, antes de nacer yo, en cuanto se casaron mis padres, junto a un barranco cuyo sonido habitual, tremendo, era el resplandor sonoro de las aguas indómitas que venían del Teide e iban a dar a la mar, que es el fin de todas las islas. En aquel ambiente de novedad de los recién casados, junto a ese universo de fuego y de lluvia que era la vecindad de una foguetería, mis padres se hicieron a la casa como si se la estuvieran haciendo de nuevo. El amor, cuando comienza, recibe de los lugares que uno habita la bendición del futuro, y en un momento determinado de ese encuentro milagroso ya se da cuentan los amantes de que a la vida hay que darle mucho más que esos abrazos. Mi padre era, decía mi madre, “un hombre armado en el aire”, se creyó un negociante y poco a poco se dio cuenta de que sólo era un camionero al que se le hacían cortas las horas que debía dedicarle a esa labor si quería llevar a la casa el sustento que, poco a poco, tenía que ir completando la comida de los chicos. Éramos pobres pero, esto me decía mi madre cuando ya éramos adolescentes, habíamos sido casi ricos. De hecho, decía, dentro de esa cómoda que dura hasta hoy en mi casa de nacimiento había dinero y dinero, fajos y fajos de dinero, hasta que un negociante más avispado, y más artero, le pidió un favor, es decir, que le firmara una letra de favor, el negociante agraciado con el préstamo de mi padre decidió irse a Venezuela para evitar persecuciones por otras deudas, y ya mi padre, mis padres, tuvieron que vivir casi la vida con aquella cómoda vacía de casi todo, hecha tan solo para guardar la ropa que reponían de tanto en tanto, como pobres que éramos y que seríamos.

Juan Cruz durante su intervención en el III Foro Forta de Lanzarote (Reportaje fotográfico Daniel Cabecera García)
En medio de esa reyerta entre la realidad y el deseo, mi familia reinventó comidas extraordinarias que consistían en combinaciones cotidianas de papas fritas, o papas guisadas, con el pescado seco que se iba almacenando para, por si acaso, combinados con el gofio y los plátanos que en un tiempo muy largo fue el sustento más divertido de los grandes y de los chicos. Era un manjar, la verdad, esa combinación de comida improvisada pero habitual, y yo me acostumbré a ser feliz con poco, sobre todo porque ni entonces ni ahora, eso creo, sintiera que ser feliz con poco, o con mucho, era la mayor de las alegrías que nos daba los días a los que habitábamos en aquellas casas que daban a los peligros a veces imprescindibles de tan potentes del barranco. Fueron los primeros años, en mi caso, de una vida llena de sobresaltos porque me fui acostumbrando a que de la nada mi madre sacara una canción o una broma que nos emparentaba con cuentos ocurridos en Cuba, a los que ella les daba credibilidad y alegría; eso fue en las primeras etapas de mi infancia, porque, cuando ya empezó a contarme cuentos que parecían verdaderos, éstos ocurrían en Venezuela, de donde vino cierto bienestar, pues desde allí, poco después de que llegara la radio a casa, vinieron los primeros electrodomésticos. Gracias a un tío que trabajaba en una lechería en Caracas hubo en casa una cocina de gas, y era la primera que llegaba al barrio, y fue no sólo emocionante ver llegar el artilugio, como vivir desde entonces sin que la casa, y sobre todo la cocina, oliera a petróleo. Dios bendiga a Venezuela y al tío Tomás, que fue el hombre que nos salvó de los malos olores del humo petrolero.
"A mi me ha hecho persona, es decir, ser oyente, la radio, y en mi casa, en la de la infancia, en la de la adolescencia y en las de las sucesivas, sensación que trae la madurez, la radio ha sido mi compañera y mi hermana, o mi hermano, pues la radio tiene los dos sexos, distintas procedencias que conjugan con una: el sonido universal de la radio. En un tiempo la radio era un secreto, y su existencia era un milagro: gracias a ella no sólo conocí los cuentos y las voces, sino que yo mismo me fabriqué la geografía del mundo, los nombres propios que pasaron a formar parte de mi historia y de mi vida, y ya no sólo veía en el cielo el milagro de los niños que iban y venían, sino que todo lo que sucedía me pertenecía, lo controlaba yo como se controla en la literatura y en los cuentos que se cuentan el reflujo de personajes que uno se inventa, que no existieron nunca pero que alguna vez vuelven a existir como más reales aun que aquellos que nosotros hemos visto de carne y hueso"

La otra felicidad tangible, en este caso audible, fue la radio. La radio cambió la vida de todos nosotros, los que éramos niños a principios de los años cincuenta del siglo pasado. Ahora tú le das a la tecla de escuchar las emisoras y sientes que eso nació con el primer nacimiento de la humanidad, que siempre estuvo con nosotros la radio, y que sus efectos, culturales, sociales, musicales, publicitarios, alegres o desastrosos, pues por esas ondas ha venido de todo, estaban aquí antes de que los hombres respiraran, y claro que no es cierto. La radio es una ilusión que tuvo, hace más de cien años, aunque parezcan miles, su propio nacimiento, que además se celebra puntualmente, en todo el mundo, y también, como es visible, entre nosotros. Pero para nosotros, en casa, la radio en realidad tuvo dos nacimientos. Mi padre, que como mi madre decía era “un armado en el aire”, se empecinó con el dichoso aparato, y antes de que hubiera otro en el barrio, porque él se consideraba un pionero, casi entró en casa el primer aparato que hubo en el barrio. La cosa fue como sigo. Con el sigilo con que hacía las baladronadas (eso decía ella sobre lo que hacía él a sus espaldas) él encargo un aparato enorme, que llegó a casa embutido en un artilugio muy sofisticado de envoltorios del que supuestamente se iba a extraer el dichoso (dichoso era una manera de insultar aquello que no le gustara a mi madre) aparato.

Cuando en esa ocasión la radio se aproximó a mi casa, mi madre estaba allí, en la puerta, sospechando. Llego el camión con el invento, los hombres bajaron éste de su centro vital, lo hicieron con esfuerzo, el sudor caliente de los operarios, hasta que mi madre mandó a parar. Qué es eso que ustedes traen ahí, preguntó ella, y mi padre, azorado, se dedicó a darle vueltas al cigarro hasta que los hombres describieron lo que llevaban en ese ataud de papel. Cuando le describieron la naturaleza de su carga, mi madre se santiguó como para ahuyentar malos agüeros y les ordenó que, de inmediato, se llevaran de casa aquel artilugio, esto dijo, del demonio. Mi padre arrojó el cigarro al suelo, los hombres palidecieron, ella se metió pa dentro, como decía ella misma, para decir que se había ido, se metió pa dentro, digo, y cerró la puerta (eso decía también, era muy de esas palabras) a piedra y barro.

Mi padre miró compungido a los hombres, éstos remetieron el encargo en su furgón triste, y sacudieron en forma inversa el polvo del camino, que entonces era abundante, como todas las indelicadezas que tenía vivir tan lejos y tan alejados. Pero mi padre tenía el argumento del futuro para reivindicar la necesidad de su hallazgo, así que esperó días y días, y noches sin radio, que entonces se llamaba arradio, hasta que observó que una mañana, pues fue una mañana de entonces, las que duraban hasta el mediodía, en que mi madre no estuviera en casa… Entonces salían de casa pero de relance, siempre estaban atadas a la silla, a la cocina y a la máquina de coser, que era el sonido más melodioso entre los sonidos de entonces, que incluían el hermoso y fantasmal ruido de las piedras del barranco arrastradas por el enorme y peligroso vahído de las torrenteras. Así que mi madre se había ido de casa, a comprar a las ventas de la ciudad chiquita que era entonces el Puerto de la Cruz, y ese fue el instante desvarado que encontró mi padre para decirles a los operarios que ya estaba despejado el campo de minas que, cuando estaba mi madre, era la casa.

Así que allí volvieron los hombres, trayendo su sudor de algún otro encargo similar, entraron sin sigilo adonde le dijera mi padre, y dejaron ya todo listo para ser oído en la parte noble de la casa, el único suelo que era como de ricos, tan suave como el lomo de Platero. Mi padre, por decirlo con palabras que eran de mi madre, se remiró en el dichoso aparato (dichoso, en este caso, porque traería dicha a la casa, eso es así, mucha dicha) y esperó a que le cayera un chaparrón en cuanto mi madre traspusiera el quicio de la puerta.

Supuse que mi padre, con el que yo estaba, esperando este advenimiento, estaría chijado de miedo, como se decía antes, pero lo disimulaba. Su sorpresa, y la nuestra, la de los hijos, fue extraordinaria, porque por alguna razón que la historia no cuenta ella debió de darse cuenta de que a la casa había entrado una forma del progreso y no era cuestión de ponerle puertas al campo. Ni preguntó que era aquello, sino que le pidió a Paco, su marido, que le aclarara la voz al aparato, que lo pusiera en marcha, a ver qué había ahí dentro. En un principio hasta mi madre, y mi padre, por supuesto, miraban detrás del aparato para ver si allí había hombres (sobre todo hombres, había pocas mujeres en las ondas) de verdad, que estuvieran esperando que uno los sintonizara para hacer uso de las alegrías del nuevo artilugio.

Juan Cruz en el auditorio de los Jameos del Agua, en Lanzarote, durante su conferencia inaugural del III Foro FORTA de radios

Cuando ya ella comprobó que allí no estaba el diablo, sino el futuro, se fue tranquila a la cocina, dejó encima de la mesa lo que hubiera traído, y por primera vez gritó desde la cocina lo que desde entonces sería habitual, hasta que ya no hizo falta: “¡¡¿Van a estar todo el día oyendo lo que diga ese aparato?!!” Para mi lo peor de todo, en aquel estreno, es cuando mi padre se dedicó a sintonizar, muy de temprano, cualquier cosa que hubiera en aquellas ondas del demonio devenidas en ondas del futuro de la humanidad, unas emisoras que debían ser inexistentes, pues de ellas sobresalía tan solo una especie de gritos sin sentido que eran, me parece que realmente, sonidos que venían de alguna emisora misteriosa que emitía el ruido de los barcos.
"Me lo creo todo, me lo sigo creyendo todo, y me creo la radio, su imaginación y su verbo, y me creo la literatura, y no porque sea verdad o mentira o resulte convincente y aparezca en los periódicos o en la radio, sino porque hay una fuerza, magnífica y sobrenatural, que nació cuando mi madre me empezó a contar todos los cuentos y ella fue, antes que la radio, mi mejor cuentacuentos"

“Esa es la voz del demonio”, dijeron algunos vecinos, pero no faltó tiempo para que otros, que además se detenían en la calle a escuchar las voces de nuestra radio, consideraran que había nacido una nueva manera de vivir: vivir oyendo. Pero no era la voz del demonio, en ese momento, y desde ese momento hasta hoy mismo, es La Voz, en un tiempo fue, además, La Voz del Valle, una emisora que fundó el cura José Siverio y que servía, también, para recoger el dinero que hacía falta para beneficiar a los pobres, y luego fue Radio Juventud de Canarias, que yo ponía para escuchar lo que dijera mi amigo de siempre, Fernando Delgado, el hombre que hizo de Radio Nacional una cultura y de Manolito Gafotas un personaje que puso a Elvira Lindo y a la radio, en este caso la SER, en boca de todo el mundo. Pues eso hace la radio, poner la vida en la boca de todo el mundo. Hubo las radios de la tarde y de la mañana, y a todas acudí yo, desde aquella primera adolescencia hasta este mismo instante, cuando le estoy hablando a ustedes y mientras me ducho, y cuando desayuno, y cuando voy en el taxi, y cuando me siento solo, y también cuando voy acompañado.

A mi me ha hecho persona, es decir, ser oyente, la radio, y en mi casa, en la de la infancia, en la de la adolescencia y en las de las sucesivas sensación que trae la madurez, la radio ha sido mi compañera y mi hermana, o mi hermano, pues la radio tiene los dos sexos, distintas procedencias que conjugan con una: el sonido universal de la radio. En un tiempo la radio era un secreto, y su existencia era un milagro: gracias a ella no sólo conocí los cuentos y las voces, sino que yo mismo me fabriqué la geografía del mundo, los nombres propios que pasaron a formar parte de mi historia y de mi vida, y ya no sólo veía en el cielo el milagro de los niños que iban y venían, sino que todo lo que sucedía me pertenecía, lo controlaba yo como se controla en la literatura y en los cuentos que se cuentan el reflujo de personajes que uno se inventa, que no existieron nunca pero que alguna vez vuelven a existir como más reales aun que aquellos que nosotros hemos visto de carne y hueso.

Esa fue la atmósfera que me concedió la radio, con ella vivo y con ella he seguido viviendo toda mi vida. Ahora que recuerdo aquella vieja radio que me hizo, gracias a mi madre, que venció las reticencias de mi madre, gracias a mi madre que por fin la amó, sé qué colores tenía la radio, de qué manera tenue se iba abriendo y cerrando la luz que la dominaba, hasta dónde llegaban las fuerzas de su poderosa garganta, que me traía noticias, verdades, fantasías y una compañía ilimitada que sigue en mi memoria como el mejor momento de la infancia. Y, ahora, como un momento decisivo de mi vida.

Juan Cruz invitado en "El Faro" de la SER, en la sección de "El Gatopardo", que presenta y dirige Mara Torres (Fotografía CadenaSER.com)

La radio fue mi cuentacuentos, lo sigue siendo. Entonces yo me dormía escuchándola, y ahora me sigo durmiendo mientras la escucho; en medio, leo, me cuentan las cosas verdaderas (¿verdaderas?) que pasan en la vida, sigo creyendo que los hombres y las mujeres vuelan, como los pájaros de mi niñez, aquellos que se posaban en el cielo y los llamábamos tabobos, y que veíamos hablar entre ellos, que las espumas magníficas del mar traen en sus crestas fantásticos árboles que jamás llegan a tierra porque se hacen agua para poblar otros mares.

"Aquella radio que llegó para quedarse en casa, y para siempre, fue para mí el abrazo que las ondas trajeron consigo, una enseñanza que no cesa, gracias a la cual la felicidad fue teniendo distintos tonos y la desgracia, cuando ocurrió, halló su consuelo, pues la radio jamás te deja solo"

Me lo creo todo, me lo sigo creyendo todo, y me creo la radio, su imaginación y su verbo, y me creo la literatura, y no porque sea verdad o mentira o resulte convincente y aparezca en los periódicos o en la radio, sino porque hay una fuerza, magnífica y sobrenatural, que nació cuando mi madre me empezó a contar todos los cuentos y ella fue, antes que la radio, mi mejor cuentacuentos.

La radio y la lectura, los libros, para mi la radio fue también los libros. Leía con ellos y leía con la radio, como si fuera un espíritu doble que era capaz de mantener en vilo los sentidos de ver, de leer, y de escuchar a la vez. Leía escuchando. Hace años descubrí un libro de Albert Camus, "El revés y el derecho", que me sobresaltó. Lo leí, subrayando, junto a aquel enorme aparato de radio que durante años marcó el nacimiento a la vida de las palabras. Fue como si de pronto hallara allí, en lo que escribía aquel argelino que finalmente sería argelino de París, la descripción de mi propio barrio, el lugar en el que estaba leyendo y oyendo y escribiendo a la vez. Esto decía, como si fuera sobre mi propio barrio, donde nací: “En mi caso”, decía el autor de "El extranjero", “sé que mi fuente está (…) en este mundo de pobreza y de luz en el que he vivido tanto tiempo y cuyo recuerdo todavía me preserva de los dos peligros contrarios que amenazan a todo artista: el resentimiento y la satisfacción. Ante todo, jamás la pobreza ha constituido una desdicha para mi, porque la luz derramó sus riquezas sobre ella. (…) Para corregir una indiferencia natural, me encontré equidistante de la miseria y del sol. La miseria me impidió creer que está bien bajo el sol, y en la historia; el sol me enseñó que la historia no lo es todo. (…) En cualquier caso, el espléndido calor que reinó sobre mi infancia me ha privado de todo resentimiento”.

Aquella radio que llegó para quedarse en casa, y para siempre, fue para mí el abrazo que las ondas trajeron consigo, una enseñanza que no cesa, gracias a la cual la felicidad fue teniendo distintos tonos y la desgracia, cuando ocurrió, halló su consuelo, pues la radio jamás te deja solo. 

Juan Cruz Ruiz

Lanzarote 25 de abril de 2024


Texto leído en el III Foro FORTA de radio de Lanzarote, celebrado en los Jameos del Agua de la isla de Lanzarote, y publicado en esta web por generosidad de su autor 

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