Las perversiones del periodismo
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Supongo que es perfectamente lícito. Las empresas de comunicación no solo quieren sobrevivir, sino que buscan, desesperadamente, beneficios. Más ahora, en estas circunstancias tan precarias. Y si para ello deben participar de alguna manera de las cloacas del poder, para sacarlo a relucir, por fascículos, de manera que la dosificación estratégica le permita amortizar mejor su inversión en información –quién sabe si el pago a confidentes- pues ¡qué se le va a hacer! Es un mal menor. Pero siempre se enarbola la bandera de la independencia de la prensa y de la importancia de una prensa libre en la democracia.
"Primera Plana" (1974) de Billy Wilder, con Jack Lemmon y Walter Matthau, un retrato ácido del mundo del periodismo |
Y
seguro que es así. Pero mi descreimiento, tal vez sobrevenido por la edad, en
torno a muchas de las bondades del oficio que he oído en mi vida profesional,
sumado al conocimiento, inevitablemente, en torno a los cauces y maneras como
se accede a la información ‘sensible’, me convierten, ahora mismo, en un ateo de
la ‘información comprometida, socialmente responsable”. Reconozco que tal vez
no sea políticamente correcto en mis apreciaciones y que el periodismo veraz
tiene que comprometerse siempre, sea cual sea el camino, con el intento de
contar lo que ocurre a nuestro alrededor.
Lo
que pongo en duda, la gran duda que me asalta y me preocupa, es cómo ese
pretendido periodismo ejemplar y ejemplarizante, participa de los mismos
pecados que intenta airear de los demás. Cómo se beneficia directamente de la
imagen decadente del poder político y cómo hurga en la herida hasta hacerla
mortal. Porque éste es su objetivo: derribar gobiernos, incluso (im)poner
gobiernos.
Me
parece cuando menos moralmente reprobable –aunque legalmente la razón le
asista- que el periodismo deba beber de unas fuentes, y practicar unos modos,
que le alejan de la transparencia y de la filosofía que debe hacer prevalecer
un buen profesional que intente contar la verdad, desde el respeto, sin mayor
intencionalidad, por más que nos duela, y les duela.
Pero
cuando el periodismo se entremezcla con el mercantilismo y persigue, insisto,
de manera muy legal, vender periódicos (a cualquier precio) y, sobre todo,
atraer el poder, con sus excesos y servidumbres, a su orilla; entonces creo que
debo denunciarlo. No es que el mensaje deba volverse contra el mensajero. Es
que el mensajero, incluso repleto de verdad, persigue una finalidad diferente,
o esa impresión me da a mí, a la simple defensa de la verdad, a la denuncia de
unos hechos, al ejercicio honesto de una profesión cuya imagen también está en
franco retroceso en la consideración de nuestros conciudadanos, cuyo derecho a
la información ejercemos nosotros en usufructo, y en ocasiones, claramente, lo prostituimos
por razones ideológicas o económicas, o incluso por ambas simultáneamente.
Me
parece que la prensa, o el periodismo en general, debería hacer, también, como
los políticos, una profunda y sincera catarsis (ahora está de moda la
palabreja), hacer un alto en el camino, y reflexionar en torno a los modos,
usos y costumbres que pone en práctica a la hora de trasladar a los españoles
lo que ocurre a nuestro alrededor. No es de recibo, porque además el ciudadano
percibe el vergonzante papel que asumen, que el ‘Caso Bretón’ se haya
utilizado, hasta la extenuación, como carnaza catódica en todas las
televisiones, y que José Bretón ha ocupado, con su desconcertante mirada, las
mejores posiciones de su prime time;
lo que ha logrado un linchamiento social, previo al jurídico.
Estamos
asistiendo, creo, a una traslación del peor periodismo del corazón (con sus
enigmáticas sombras, con sus chillidos teledirigidos e impuestos, con sus
intolerables atentados a la vida privada, incluso íntima, de los famosos) a
otras áreas que hasta ahora se mantenían alejadas de estos métodos que, a mí
particularmente, me llenan, por desgracia, de vergüenza.
Creo
firmemente que hay políticos honrados. Los hay, y tenemos la obligación de
ponerles en el escaparate público y proclamarlo a los cuatro vientos;
exactamente igual que con los periodistas. Hay buenos periodistas, los hay
extraordinarios -puedo dar nombres de colegas que se han jugado la vida,
literalmente, por contar una historia- y existen también autoproclamados
periodistas que son, en realidad, unos avispados y eficaces vendedores de
periódicos, con unos principios morales bastante dudosos.
Soy
consciente de que pensar estas cosas sobre el periodismo que, durante estos
últimos meses, está contribuyendo a airear los casos de corrupción política que
permanecían ocultos, y por tanto está saneando la democracia, puede ir contracorriente, pero mi doble condición
de profesional del gremio y ciudadano me lleva a creer que no es oro todo lo
que reluce y que, detrás de muchas portadas, de informativos, en radio y
televisión, hay directrices que maquillan la verdad y la adaptan a sus
necesidades, en un intento burdo y denunciable de ocultarla, excepto aquélla
que contribuye a sus intereses y engrandece la militancia de su causa. Yo
no quiero este periodismo.